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Estadísticamente

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La afluencia a los bares de copas a partir de la medianoche es un 43% mayor que antes de la hora bruja. Penetro, pues, con dicho dato en mente, en uno de esos locales, que representan el 67% de los establecimientos abiertos a estas horas en mi ciudad y me encuentro con un lugar muy concurrido. Dadas las dimensiones del bar en metros cuadrados (doscientos cuarenta y dos, así, a ojímetro) podemos decir que es un 20% más grande que la media de este tipo de locales madrileños y que, tras un conteo aproximado de los asistentes, llego a la conclusión de que algo más del 85% de su superficie está ocupada por una variedad bastante heterogénea de individuos. Por razas, el 69% son caucásicos (de piel blanca). El 31% restante se reparte del siguiente modo: 22% mulatos, de origen latinoaméricano en su mayoría, un 5% de negros subsaharianos, un 3% de asiáticos y el 1% restante rusos o exsoviéticos del servicio de seguridad del local. También hay un marroquí con gesto despistado. Podría clasificarlos por religiones y por otras características, como altura, color de cabello (cuando lo poseen), tribu urbana, etcétera, pero les voy a ahorrar el tormento y me voy a centrar en lo más elemental que mis ojos, salvo que algún caso de travestismo me la meta doblá, me muestren. Por sexos, la testosterona destaca con un 55% de hombres, frente a un 45% de mujeres, lo que permite afirmar que se mantienen las cuotas de paridad recomendadas por el gobierno de turno (a estas alturas del baile ya da igual el que sea). No sucede así con el personal de la barra, donde salvo un chico, los demás empleados son de sexo femenino, representando dicho género el 80% de los camareros, o deberíamos decir, siendo esos los datos, camareras. O camareres. No, por Dios, eso jamás. Que, aunque soy estadístico y mi especialidad son los números, tengo más que suficientes conocimientos de lengua y aun respeto las letras y nuestro idioma tanto como para no caer en dicho dislate. Por cierto, la palabra dislate, como sinónimo de absurdo, despropósito, barbaridad o desatino, es una de las porcentualmente menos utilizadas por los hispanohablantes, que son casi el 8% de la población mundial, por lo que corre el riesgo de desaparecer si no la rescatamos del olvido. Pero no vamos a entrar ahora en detalles y anécdotas lingüísticas. El caso es que ese pequeño porcentaje de camareras que no es camarera, es decir, ese 20% compuesto por un único camarero, parece estar teniendo una fuerte discusión con un cliente que le exige una copa más. El consumidor compulsivo lleva camisa de flores y gafas, como el 3% de los parroquianos. Si solo nos atuviéramos a las gafas, el 19% de los asistentes al bar en ese momento las llevan puestas, desconozco cuántos más deberían llevarlas ni cuántos usan lentillas aunque, a tenor de las estadísticas, deberían de ser más del 50%. La estadística sobre presumidos que salen de noche no la he consultado todavía. El tipejo también lleva unas patillas que parece que hubiese perdido una apuesta. Probablemente no haya otras iguales en este país, ni en gran parte del extranjero. Pero ese no es el problema. El problema reside en que, dada la tasa de alcoholemia del demandante de alcohol que, probablemente, observando su cadencia al hablar y la torpeza de sus movimientos, supera con creces el gramo por litro de sangre, el camarero se reitera en más de cinco ocasiones en su vehemente negativa de servírsela. Me emociono porque estoy a punto de presenciar algo poco habitual: aunque las estadísticas nos dicen que en un local de estas características y con este nivel de ocupación, en una sola noche el conjunto de la vajilla suele sufrir desperfectos en un 1,7% de sus elementos, tan solo el 0,1% de estos desperfectos, si es que llega, se debe a acciones violentas, como es el caso que estoy a punto de contemplar en este preciso instante. Estoy teniendo mucha suerte, por tanto, dado lo difícil que es ver algo así. El caso es que el borracho (otro días les hablaré  de las estadísticas de borrachos en noches como esta) ha roto, a propósito y con saña, el vaso contra la barra, mostrador del que, por cierto, y como ocurre con el 85% de los locales de copas, este bar solo dispone de uno, aunque, eso sí, acodado por partida doble, lo que proporciona mayor superficie de servicio al mismo. Bueno, volviendo a lo de la disputa, observo que con los restos del vaso medio clavados en su propia y sangrante mano, el muy beodo trata de amedrentar al camarero, lo que podría considerarse, en caso de alcanzarlo, como herida de arma blanca, que es la que en mayor porcentaje se produce en nuestro país entre la medianoche y las seis de la mañana. Mientras el camarero y dueño del bar (de nombre Francisco, pero apocopado como Paco,  que es un nombre muy extendido entre los españoles, ya sea en solitario o combinado con otras onomásticas, representando así el apelativo de más del 22% de la población del país) trata de esquivar las torpes arremetidas del borracho, dos de los vigilantes con aspecto de rusos (luego me entero de que, aunque bisnietos de importantes zaristas venidos a menos cuando la revolución rusa de 1917 e inmigrados a España de inmediato para salvar el pescuezo por aquellos convulsos tiempos, son ya más españoles que la Lola Flores, salvo en la constitución física) llegan por detrás, inmovilizan al sujeto (disculpen el posible pleonasmo) al primer intento y se lo llevan fuera del local, expulsándolo de facto del mismo (lo que suele sucederle a un 3% de los usuarios de este tipo de bares, si bien el porcentaje de borrachos, si desglosáramos este dato, sería el más elevado de todos).

Al día siguiente, temprano si lo comparamos con la hora de apertura al público de los típicos grandes centros comerciales y comercios en general, estoy en la estación de metro de Callao, una de las más de trescientas estaciones de la subterránea red madrileña de trenes que, por cierto, es la tercera más extensa de Europa y la primera de España. Pretendo dirigirme a mi trabajo, pues tengo la suerte de ser uno de los más de diecinueve millones de españoles que actualmente cotizamos a la Seguridad Social, frente al cerca del 15% de parados que, si hablásemos de mi profesión de estadístico, sextuplicarían dicha cifra en su específica especialidad. No entiendo por qué, ya que los que nos dedicamos al mundo de la estadística, además de ser divertidísimos por la cantidad de datos fiables y curiosos que podemos aportar en las reuniones sociales y/o de trabajo, valemos un potosí. En fin. La cuestión es que la estación está ocupada en más del 50% de su superficie por usuarios del metro que esperan su tren para ir también a trabajar o a sus respectivos menesteres, de los que podría dar una relación porcentual bastante aproximada si me lo propusiera, pero mientras estoy en esos sesudos cálculos mentales (como suelo estar el 88% de mi tiempo consciente, que es el 75% del día, ya que tan solo dedico el 25% restante a la inconsciencia que denominamos dormir) descubro al agresivo borracho de ayer acostado en un banco del andén. La red de metro madrileña debe de contar, si mis cálculos no fallan, con más diez mil bancos en los que el público puede sentarse a esperar, que es el uso para el que fueron concebidos y colocados ahí, si bien, un 2% de ellos son intermitentemente utilizados para dormitar (hasta que son desalojados por el correspondiente servicio de vigilancia) por mendigos, borrachos u otros oportunistas variados pero con la característica común de estar necesitados de techo y lecho. El beodo de turno, el que estoy viendo en estos momentos tumbado en ese banco, se despojó de su calzado antes de acostarse, como hace el 99% de la población mundial cuando se retiran a sus aposentos a roncar (eso cuando disponen de algún tipo de calzado, claro, que no es el caso de más del 50% de la humanidad), y muestra al respetable sus dedos gordos de los pies a través de sendos agujeros en los calcetines. No sé si sabrán que el 35% de la población mundial que usa calcetines a diario llevan al menos uno de ellos agujereado, mientras que tan solo el 12,5% llevan agujereados ¡LOS DOS CALCETINES! Pero, y esto es lo realmente importante y maravilloso de la situación que estoy viviendo, la probabilidad de que enseñen públicamente ambos agujeros es de, tan sólo, agárrense, el 0,0000002%, algo infinitesimal, vamos. Celebro, pues, con un leve esbozo de sonrisa el encontrarme ante un caso tan extraño, pues estas cosas pueden ocurrir muy pocas veces en la vida de una persona tan apasionada por las estadísticas como yo. Miro a mi alrededor, intentando escrutar si alguien más es consciente de la grandeza de lo que estamos viendo y, entonces, me doy cuenta de la distribución del público (entre el que estoy yo también, por lo que hablaré en plural a partir de ahora) en esta zona del andén. Saltándonos todos los preceptos que marcan las campanas de Gauss y otros conceptos estadísticos de similar corte, no ocupamos la superficie del mismo de forma proporcionada a la que cabría esperar, sino que dejamos un gran vacío, una distancia casi insalvable, entre el borracho durmiente y nosotros. Yo mismo, como ya he adelantado antes, soy partícipe, para mi sorpresa y horror, de esta abominable irregularidad estadística, pero tampoco me atrevo a romperla abandonando el cerco y acercándome al espécimen. Ahora bien, también detecto, para mi propio alivio, que la distribución normal de personas que critican invariablemente al beodo, como si ellos nunca se hubieran cogido una buena jumera, es prácticamente exacta y ajustada a dicha campana gaussiana, mientras que el porcentaje de los que cogen el teléfono móvil para avisar al 112 (un solo individuo, cuya cara me suena, por cierto) y los que lo cogen para hacerle fotos al borrachuzo y compartirlas en redes sociales y wasap (el 98%, entre los que me vuelvo a incluir) también entra dentro de lo que cabría esperar. ¡Normal! (*)

Relato perteneciente a mi proyecto: Ejercicios de estilo.

Resto de ejercicios pinchando aquí.

(*) La mayoría de las estadísticas y datos numéricos reflejados en este relato son inventados, aunque algunos datos (tampoco todos) sobre el metro de Madrid, trabajo, desempleo, número de hispanohablantes y de poseedores del nombre Francisco/a, entre otros, sí están comprobados y se ajustan a la realidad estadística oficial en el momento de escribir este microrrelato en mayo de 2019.

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