Tragedia
Entro en un bar de copas pasada la medianoche. Hay mucha gente de todo tipo. En la barra descubro, al fin, al amor de mi vida. Hoy se ha puesto gafas de pasta, camisa de flores y se ha difuminado las patillas malamente con el cortapelo. Como me temía, fiel a su carácter, discute con el camarero. Es lo que venía a evitar, pero parece que llego tarde. El sufrido currito, dado el estado de embriaguez de mi vida, se niega a servirle más bebidas alcohólicas y mi pareja rompe un vaso contra el mostrador antes de que pueda llegar a su lado. Intento entonces detener a los controladores de acceso del local, les hablo de su forma de ser tan pasional e impulsiva, pero no consigo impedir su expulsión de mala manera. Mientras los amenazo con denunciarlos y otras pendencias, mi queridísimo cielo desaparece de mi vista, en una inexorable huida con la que se vuelve a alejar de mí, una vez más.
Al día siguiente, temprano, cuando en mi desesperación espero impaciente el metro en Callao para ir a trabajar, veo a mi pobre cielo agonizante en un banco del andén y me abalanzo veloz hacia allí. En el suelo están sus zapatos y en sus pies destacan sus calcetines más agujereados, esos que tantas veces le he rogado que tire a la basura y por los que siempre asoman ambos dedos gordos. Se desangra por las heridas que unos chorizos o unos gamberros desalmados le habrán asestado al considerarlo rico o un vagabundo, según el caso. La sangre forma un rojo charco debajo de su improvisado lecho. Los demás procuran mantenerse alejados de nosotros y murmuran cosas horribles, pero nadie llama al 112. Al tocarlo entiendo que es demasiado tarde y, entre sollozos, me abrazo a su cuerpo ya casi inerte y ruego a Dios y a Caronte —por algo siempre llevo un par de monedas de plata en el bolsillo que procedo a colocar bajo nuestras respectivas lenguas—, que me lleven con mi platónico amor a la eternidad.
Relato perteneciente a mi proyecto: Ejercicios de estilo.
Resto de ejercicios pinchando aquí.