Hipérbole
Pasada la medianoche, cuando todos los sueños se cumplen, entro en tromba en un bar de copas que es aún más que un hospital de almas extraviadas. Hay muchísima gente de todo tipo, un universo de corazones palpitantes y anhelantes que abarrotan el local. En la barra, esa trinchera del dolor y el olvido, un tipo con gafas de pasta que asemejan ser lupas para encontrar el camino de la felicidad, camisa de flores digna del hawaiano del año y patillas algo difusas y magistralmente desparramadas por su alta quijada, discute con el camarero, verdadero señor y rey de tan hermoso palacio. Este, dado el estado de embriaguez de aquel, que podría emborrachar a cualquier con tan solo echarle el aliento en la cara, se niega con vehemencia digna de un revolucionario desesperado a servirle más bebidas alcohólicas y el borracho, ese barril etílico con patas, rompe el frágil vaso contra el mostrador, haciendo que tiemble hasta la lejana región de Bohemia donde seguro que han podido escuchar su preciado vidrio quebrarse. Es por ello que es expulsado del local, lanzado al infinito mundo de adoquines y asfalto que pueblan el exterior de esa mansión de cócteles y amores prohibidos, por los controladores de acceso de la misma, auténticos soldados de fortuna sin sentimientos ni razón.
Al día siguiente, cuando los rayos del sol acarician los áticos de los rascacielos y los despertadores componen una melodía universal a millones de voces, mientras espero el metro, esa serpiente que devora personas repletas de prisas y esperanzas, en la estación de Callao para ir a trabajar, ganando así mi pan y el de mi familia, veo al mismo tipo durmiendo en un banco del andén, sumergido en el indolente mundo de Morfeo y sus secuaces. En el suelo, ese inmenso expositor de productos y seres vivos de toda clase que permanecen a la espera del mejor postor, el que pueda pagar el precio que todos, en mayor o menor medida, tenemos, yacen en paz sus zapatos, como descansan los muertos en los cementerios abandonados; y en sus pies, sucias locomotoras de sus desplazamientos en eses, unos calcetines agujereados, perfectos guantes para pies de vagabundo alcohólico por los que asoman ambos dedos gordos, apéndices con uña y juanete en los que terminan los puntapiés más certeros. Los demás, infinita manada de animales salvajes, procuran mantenerse alejados del tipo, empujados por una fuerza gravitatoria como la que impide a la luna caer sobre la Tierra y murmuran sobre él, creando un mar de cuchicheos, rumores y tristes sargazos.
Relato perteneciente a mi proyecto: Ejercicios de estilo.
Resto de ejercicios pinchando aquí.