El camarero
Los problemas aquí suelen empezar a partir de medianoche. Sigue entrando gente, el bar se abarrota, y muchos ya desfasan. Como mi tocayo, que se ha dejado esas patillas de risa, que ni son patillas ni son nada. El muy cabrón. Con patillas o sin ellas, con gafas o sin ellas, se ha cogido una curda de tres pares de cojones. Se creerá que así y con esa camisa tan fea que se ha comprado va a ligar más. Lo aguanto porque es mi amigo, pero todo tiene un límite. Y el drinking también. Así que me niego a ponerle otra copa. Que me da igual su dinero, que no me hace falta, que el negocio funciona bien, y más con lo que tengo escondido bajo la barra. Que lo hago por su bien, por su salud, por su integridad. Y que nones, que se empeña tanto en que me quiere y en que quiere su copa que el gilipollas se acaba cabreando y rompe un vaso. Para colmo, trata de atacarme con los cristales rotos. Menos mal que mis controladores están atentos de estas situaciones y me lo han quitado de encima antes de que se ponga la cosa más chunga.
Tras cerrar el bar me meto en el metro de Callao para volver a casa. El tío está durmiendo en el andén, en un banco. Joder. Mira que le tengo aprecio. Pero cómo me jode que esté cayendo tan bajo. Ahí está. Lo vuelvo a observar enseñando los dedos gordos de los pies por los agujeros de sus calcetines, con sus zapatos por ahí tirados para que chorizos o gamberros bromistas se los quiten. Por su bien, debería avisar a alguien. Y encima, la gente de alrededor, criticándolo. ¿Qué sabrán ellos si ni lo conocen? Cojo el teléfono y marco.
Relato perteneciente a mi proyecto: Ejercicios de estilo.
Resto de ejercicios pinchando aquí.